4.9.11

Enjambra


La conocí cuando tenía 17 años, y era portadora de un aspecto adolescente rebelde bastante normal: híbrida en lo sexual, híbrida entre la niñez y la adultez prematura a la que la vida la había empujado.
Llegaba a mis clases con la carga de la noche anterior, seguramente borracha o con resaca, a veces directamente enfiestada. En esas ocasiones me pedía permiso cada cinco minutos para ir al baño a “tomar agua”, y a mí me daba una mezcla de bronca y lástima, pero la dejaba salir a tomarse unos pases para seguir participando de mi clase (en última instancia, no quería perder a una de mis más fieles oyentes y discutidoras).
Fue a mitad de año, antes del receso invernal, cuando ella abrió la puerta que se convertiría en el puente colgante que hoy es nuestra amistad, dejándome escrito en un sobre, antes de salir de viaje al exterior, un “trabajo de filosofía” (siempre lo escribí con comillas, porque nunca pude definir lo que ese sobre contenía: ¿una historia de vida, un cuento fantástico y terrorífico, un trabajo de filosofía –tal vez solo eso quería ser- un pedido de ayuda?… ¿nada de lo anterior?)
Después de ese puente irreversiblemente tendido se sucedieron muchas escenas. Recuerdo discusiones, algunas personalmente entabladas, otras por e-mail  o por carta, donde me autoadjudicaba el papel de madre-hermana mayor responsable del cuidado de esa niña loca que era Enjambra, y cuanto más soberbia me inflaba en ese rol, más fuerte era el choque ante sus palabras o actos sorprendentemente maduros (o tal vez estratégicamente calculados).
Nunca supe si era una personita inocente saliendo de su capullo autodefensivo o una mentirosa compulsiva y manipuladora. Nunca pude saberlo.
Le presenté a mis amigas (madres, psicólogas, brujas, adultas) y a mi familia, un poco creyéndola parte de todo, un poco buscando respaldo confiable a mis sospechas. Rosita Espinosa fue la única que me advirtió: hay algo raro con ella. No le creo mucho su papel de víctima de la vida.
Rosita Espinosa se convirtió en su asesora y distribuidora de brebajes de curso legal con fines terapéuticos. Rosita hacía todo eso gratis, porque estaba aprendiendo y necesitaba pacientes, y también porque la vida la cruzaba siempre con gente desesperada que necesitaba ayuda, y ella creía que sus brebajes podían aliviarlos y aliviarla de tanta desesperación ajena…
Volviendo a Enjambra. Terminó su secundario (yo le entregué su diploma y le regalé el libro más delirante y hermoso que se me ocurrió, “Los siete locos”), se fue a estudiar a la ciudad la misma carrera que yo había estudiado, dejó, cambió de carrera, ofició de dealer en paralelo, y finalmente volvió a su tierra natal a buscar a sus afectos, que básicamente consistían en una serie de hombres mayores que ella, limados por la vida y las adicciones, necesitados de un afecto y una juventud que Enjambra les brindaba y les permitía seguir sintiéndose vivos…
Pasó el tiempo (el tiempo siempre pasa y nos pasa por encima), hoy y hace rato que Enjambra vive con Gaby. Gaby la golpea y ella también lo golpea. Se maltratan mucho pero comparten su amor por la cocaína, y esa es la base de su unión: ¡el amor, al fin y al cabo!
 Cada tanto se separan, y ella sale con otros Gabys.
Tanto le hemos reprochado su relación que ya no habla del tema. Ni con nosotras ni con él.
 Y sigue, Enjambra, buscando su rumbo, preguntándose si es un destino tajante y autoritario el que le impone las condiciones de su vida, o son sus mañas, sus vicios, sus deseos y sus rencores los que deciden por ella.
Y sigo yo, preguntándome si Enjambra es mi amiga, y si la amistad es una responsabilidad que se adquiere sobre la persona cuando una se siente más fuerte o con más suerte, o si eso no esconde -en una desigualdad aparente- los infinitos intercambios que a mí –más que a nadie- me van transformando.

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